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de las cabezas de la multitud para aparecer en el espacio abierto.
-¿Por qué dar muerte al instrumento y no al hombre que lo maneja? -dijo se alando a Tuthmes-. ¡Ése
es el hombre al que sirve Muru! ¡Por orden suya el demonio mató a Amboola! ¡Mis espíritus me lo han
revelado en el silencio del templo de Jullah! ¡Matadlo a él también!
Mientras otras manos se apoderaban de Tuthmes, que gritaba lleno de desesperación, Ageera se aló
hacia el estrado en el que se hallaba sentada la reina Tananda.
-¡Matad a todos los nobles! -gritó-. ¡Dad muerte a los amos! ¡Libraos de vuestro yugo y volved a ser
libres! ¡Matad, matad, matad!
Conan apenas podía sostenerse en pie, arrastrado por la marea humana que gritaba:
-¡Matad, matad, matad!
De cuando en cuando algún aterrorizado aristócrata era arrojado al suelo y destrozado con sa a.
El cimmerio se abrió paso en dirección a sus guardias, con ayuda de los cuales aún esperaba poder
despejar la plaza.. Pero en ese momento, por encima de las cabezas de la gente api ada, vio algo-que le
hizo cambiar de intención. Un guardia real, que se hallaba de espaldas al estrado, se volvió de
improviso y arrojó su lanza contra la reina, a la que se suponía que debía proteger. La punta traspasó el
glorioso cuerpo de la soberana como si fuera de mantequilla. Cuando Tananda se derrumbó sobre su
asiento, una docena de lanzas más se clavaron en su hermoso cuerpo. Una vez desaparecida su ama,
los guardias reales montados se unieron al populacho y masacraron a los nobles.
Poco después, Conan llegaba a su casa maltrecho y agitado. Ató su nuevo caballo y corrió al interior
de la mansión, de la que salió con un saco de monedas que tenía guardadas en un escondite.
-¡Vámonos de aquí! -le dijo a Diana-. ¡Coge algo de pan! ¿Dónde diablos está mi escudo? ¡Ah, sí,
aquí lo tengo!
-Pero ¿no vas a llevarte estos preciosos...?
-No hay tiempo. Los negros están como locos. Cógete a mi cintura y sube al caballo. ¡Vamos, arriba!
Con su doble carga, el corcel galopó pesadamente a través de la Ciudad Interior, entre una turba de
revoltosos, de perseguidores y de perseguidos. Un hombre dio un salto para coger la brida del caballo,
pero fue arrollado y cayó al suelo lanzando un grito, al tiempo que se escuchaba un crujido de huesos
rotos. Los demás se apartaron del camino como enloquecidos. Conan y Diana traspusieron la gran
puerta de bronce mientras a sus espaldas las casas de la nobleza ardían como pirámides anaranjadas.
Por encima de sus cabezas, los relámpagos serpenteaban en el cielo, resonaban los truenos y la lluvia
comenzó a caer como una cortina de agua.
Una hora más tarde, el chaparrón se había convertido en una fina llovizna. El caballo avanzaba
despacio, buscando el camino en la oscuridad.
-Aún estamos en la carretera de Estigia dijo Conan aguzando los ojos, procurando ver algo en la
oscuridad-. Cuando pare la lluvia, nos detendremos para secarnos y dormir un poco.
-¿Hacia dónde vamos? -preguntó Diana con voz dulce.
-No lo he decidido aún, pero estoy harto de las naciones negras. No se puede hacer nada con esta
gente; son tan tercos y estrechos de mente como los bárbaros de mi tierra: los cimmerios, los aesires y
los vanires. Creo que probaré fortuna de nuevo en las comarcas civilizadas.
-¿Y qué será de mí?
-¿Qué prefieres? Puedo enviarte a tu país, o puedes quedarte conmigo. Lo que tú quieras.
-Yo creo -dijo la muchacha con voz suave- que a pesar de la mojadura y de las penurias estoy bien
donde estoy.
Conan sonrió complacido en el silencio de la noche y clavó las espuelas en el caballo, que apuró el
paso y se perdió en las sombras.
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