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orondo rostro de Fissif la perplejidad se mezcló con el temor.
En primer lugar siguió diciendo la voz del cráneo , estrangularé al nórdico para
daros un ejemplo. Cortad sus ataduras y traédmelo aquí. Daos prisa, si no queréis que yo
y mis hermanos os demos muerte a todos.
Con manos temblorosas, los ladrones que estaban a derecha e izquierda de Fafhrd le
libraron de sus ligaduras. El nórdico tensó sus grandes músculos, tratando de
desentumecerlos. Entonces se puso en pie y avanzó tambaleándose hacia el cráneo. De
repente, una conmoción sacudió los cortinajes negros. Se oyó un grito agudo, casi animal,
de furor, y el cráneo de Ohmphal se deslizó por el terciopelo negro y rodó fuera de la
estancia, mientras los ladrones se echaban a un lado y gritaban, como si temiesen que les
mordieran los tobillos unos dientes venenosos. Del agujero de la base del cráneo se
desprendió una vela cuya llamase extinguió. Los cortinajes corrieron a un lado y dos
figuras enzarzadas en una lucha entraron tambaleándose en la sala. Por un momento
incluso Fafhrd creyó que iba a volverse loco ante la visión inesperada de una vieja bruja
vestida de negro, con las faldas subidas por encima de sus robustas rodillas, y una mujer
pelirroja que sujetaba una daga. Entonces la capucha y la peluca de la bruja se
desprendieron y el nórdico reconoció, bajo la capa de grasa y ceniza, el rostro del
Ratonero. Fissif se abalanzó más allá de Fafhrd, daga en mano. El nórdico, repuesto de
su sorpresa, le cogió por el hombro, arrojándole contra la pared, arrebató una espada de
entre los dedos de un ladrón asustado y avanzó con paso vacilante, pues aún tenía los
músculos ateridos.
Entretanto Ivlis, al reparar en la presencia de los ladrones reunidos, cesó de repente en
sus intentos de ensartar al Ratonero. Fafhrd y su compañero se volvieron hacia la alcoba,
donde estaba la única escapatoria posible, y casi les derribaron los tres guardaespaldas
de Ivlis que aparecieron súbitamente para rescatar a su señora. Los guardaespaldas
atacaron de inmediato a Fafhrd y el Ratonero, dado que estaban más cerca,
persiguiéndolos por la habitación y atacando también a los ladrones con sus espadas
cortas y pesadas.
Este incidente asombró aún más a los ladrones, pero les dio tiempo para recobrarse de
su temor sobrenatural. Slevyas percibió lo esencial de la situación y rápidamente
despachó a un grupo de sicarios para que bloquearan la alcoba, galvanizándolos para
que se pusieran en acción mediante golpes con la hoja plana de su espada. Hubo
entonces un caos y un pandemónium. Entrechocaron las espadas, relucieron las dagas.
Carreras atolondradas, suscitadas por el pánico, derribaban a los hombres. Las cabezas
chocaban y fluía la sangre. Algunos agitaban las antorchas y las lanzaban como si fueran
porras, y al caer al suelo chamuscaban a los caídos, arrancándoles aullidos. En medio de
la confusión, unos ladrones lucharon contra otros, y los notables que habían estado
sentados ante la mesa formaron una unidad para protegerse. Slevyas reunió a un
pequeño grupo de seguidores y se lanzó contra Fafhrd. El Ratonero le hizo la zancadilla,
pero Slevyas giró en redondo sobre sus rodillas y con su larga espada desgarró el manto
negro del hombrecillo y estuvo a punto de ensartarle. Fafhrd se tendió a su lado con una
silla, que lanzaba contra sus atacantes; entonces derribó la mesa, que quedó de lado, y la
clepsidra se rompió en mil pedazos.
Gradualmente Slevyas consiguió dominar a los ladrones. Sabía que la confusión les
daba desventaja, por lo que su primer movimiento consistió en llamarles y organizarles en
dos grupos, uno en la alcoba, de la que se habían arrancado los cortinajes, y el otro
alrededor de la puerca Fafhrd y el Ratonero estaban agazapados detrás de la mesa
volcada, en el ángulo contrario de la habitación, y su gruesa superficie les servía como
barricada. El Ratonero se sorprendió un poco al ver a Ivlis agachada a su lado.
He visto que has tratado de matar a Slevyas le dijo sombríamente . En cualquier
caso, estamos obligados a unir nuestras fuerzas.
Con Ivlis estaba uno de los guardaespaldas. Los otros dos yacían, muertos o
inconscientes, junto con la docena de ladrones que estaban desparramados por el suelo,
entre las antorchas caídas que iluminaban la escena con una débil luz fantasmal. Los
ladrones heridos gemían y se arrastraban, o los arrastraban sus camaradas, fuera del
comedor. Slevyas pedía a gritos redes para atrapar hombres y más antorchas.
Tendremos que apresurarnos susurró Fafhrd entre los dientes apretados, con los que
anudaba una venda alrededor de un corte en el brazo.
De súbito, alzó la cabeza y husmeó. De algún modo, en medio de aquella confusión y
el leve olor dulzón de la sangre, había aparecido un olor que le puso la carne de gallina,
un olor a la vez extraño y familiar; un olor más débil, cálido, seco y polvoriento. Por un
momento los ladrones quedaron en silencio, y Fafhrd creyó oír el sonido de unos pies
esqueléticos que avanzaban, crujiendo, a lo lejos.
Entonces un ladrón gritó:
¡Señor, señor, el cráneo, el cráneo! ¡Se mueve! ¡Aprieta los dientes!
Hubo un ruido confuso de hombres que retrocedían, seguido por la maldición de
Slevyas. El Ratonero se asomó por el borde de la mesa y vio que Slevyas daba un
puntapié al cráneo enjoyado, enviándolo hacia el centro de la sala.
¡Estúpidos! gritó a sus seguidores que reculaban . ¿Todavía creéis esas mentiras,
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