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cional, majestad, y demuestra gran compasión para con sus enemi-
gos. Pero, si éstos rompen la palabra de honor que le hayan dado,
mata prestamente, sin piedad.
Los ojos del rey Ricardo centellearon.
-Me gusta ese hombre. Quizá, por los avatares de la guerra, lle-
guemos a conocernos.
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-Me gustaría verlo, majestad -dijo Belami.
Volvieron al paso lento de sus monturas a Mategrifron, con Simon
y Belami cabalgando al lado del rey inglés, que estaba ansioso de escu-
char la historia completa de su encuentro con el jefe sarraceno.
La presteza con que habían elogiado a Saladino y su evidente sin-
ceridad al hacerlo, impresionaron a Corazón de León más que todos los
comentarios que había oído antes acerca del gran ayyubid sarraceno.
-¿Entonces ambos creéis que Saladino está dispuesto a parla-
mentar para firmar un tratado? -preguntó.
-Eso es lo que creo, y el servidor De Cre~y tiene aún más moti-
vos para corroborarlo.
-¿Cómo es eso?
El rey parecía sorprendido. Simon le explicó:
-Debido a las circunstancias, majestad, pude salvar al sultán de
la daga de los Asesinos.
-Según me cuenta vuestro Gran Maestro en su carta, ambos
habéis tenido numerosos encuentros con esos asesinos -comentó el
monarca.
-Por pura casualidad, os lo aseguro, majestad -dijo Belami-.
Pero desde que Odó de Saint Amand, uno de nuestros más aguerri-
dos grandes maestros, intentó eliminar esa secta asesina de hechice-
ros satánicos, los templarios a menudo han sido elegidos como blan-
co de los criminales de Sinan-al-Raschid.
-Y el sultán Saladino también -agregó Simon-. El estaría
satisfecho de ver el fin del Viejo de la Montaña y sus asesinos. Tres
veces, los miembros de la secta trataron de matar a Saladino, y, por
casualidad, yo fui capaz de prever el último atentado.
Corazón de León parecía pensativo.
-Este podría ser un motivo para una alianza -dijo-.
Seguramente que, uniendo las fuerzas de los cristianos y los musul-
manes, podríamos borrar a este loco y a sus asesinos de la capa de
la tierra. Parece ser una plaga que asuela la tierra de ultramar. Sin
embargo, primero tenemos que recuperar Acre y luego demostrar
mediante la fuerza de las armas que somos dignos adversarios del
sultán Saladino.
»Después, podremos conferenciar honorablemente por la paz y,
quizá, si Dios quiere, uniremos nuestras fuerzas y destruiremos a las
fuerzas satánicas de esos Asesinos.
Recorrieron al trote la última milla hasta Mategriffon y, reti-
rándose a sus aposentos, el monarca, los nobles y los dos servidores
templarios durmieron hasta el amanecer.
En el profundo sueño de la conciencia limpia, Simon de nuevo se
encontró planeando sobre su cuerpo fi' sico, y sus necesidades incons
-
cientes le llevaron hacia el hogar de su tutor, en De Cre~y Manor, en
Normandía.
El cuerpo sutil de Simon llegó a los terrenos familiares de su hogar
de la infancia, donde encontró a su familiar sustituto durmiendo en
una recámara.
De inmediato se dio cuenta de que no estaba todo bien. Su
tío Raoul yacía bajo un pesado cubrecama de piel, con la blanca
cabellera empapada en sudor, que también cubría su rostro insó-
litamente demacrado, devorado por la fiebre.
Simon comprendió en seguida que su tutor estaba agonizan-
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do. De vuelta en Mategriffon, su ser físico lloró desconsoladamente.
No se trataba de una pesadilla sino de un doloroso hecho real.
Junto al lecho del enfermo caballero, Bernard de Roubaix esta-
ba callado, medio adormilado, velando solitario durante la larga noche.
De pronto, los ojos del moribundo se iluminaron con una luz
interior. Raoul de Creçy advirtió la presencia de Simon en la estan-
cia. La exclamación de alegría mientras se incorporaba en la cama
alertó a su compañero, que se inclinó hacia adelante para sostener
a su agonizante amigo y enjugar la frente cubierta de sudor.
Los ojos de Raoul de Creçy resplandecían de amor al ver a Simon
de pie junto al lecho.
-AHijo mio! -exclamó-. Mi querido hijo!
Su dulce sonrisa se transformó de repente en el rictus de la muer-
te, y el aguerrido anciano cayó hacia atrás en los brazos de su fiel ami-
go, al tiempo que su valiente espíritu abandonaba el cuerpo.
El alma de Simon exhaló un fuerte sollozo de amor y de dolor,
e, involuntariamente, volvió a entrar en su cuerpo físico, que yacía a
un mundo de distancia, en Chipre.
Se despertó, gimiendo por el dolor de su pena y llorando incon-
troladamente. Belami, alertado por los fuertes sollozos provenientes
de la cama de Simon, estaba arrodillado junto a su amigo y le soste-
nía en sus brazos.
Cuando Simon pudo hablar, dijo con voz entrecortada:
-Vi morir al tío Raoul, y no pude hacer nada para ayudarle, ni
tampoco pudo el tío Bernard. Sin embargo, sé que Raoul me vio antes
de expirar. Su cara estaba radiante de gozo. Habló y luego falleció en
brazos de Bernard de Roubaix.
-Qué es lo que dijo, Simon? -preguntó Belami, afablemente.
-«Hijo mio. ¡Mi querido hijo!» Eso es todo.
De nuevo Simon se puso a llorar desconsoladamente.
-Durante todos los años que estuviste con él, Simon, fue para ti
un padre, una madre, un maestro y un amigo. ¿Qué otro hombre, inclu-
yendo a tu propio padre, tenía más derecho a pronunciar esas palabras?
También Belami estaba llorando.
Al amanecer, las velas de la pequeña flota del rey Guy de Lusignan
flamearon bajo el resplandor anaranjado de la luz del alba, al tiempo
que entraban en la bahía de Limassol y echaban anclas junto a la flo-
ta inglesa.
¡Las águilas se estaban congregando! La llegada de los cruzados
de Tiro y Acre coincidió con la boda del rey Ricardo con la princesa
Berengaria. La ceremonia tuvo lugar en una iglesia románica de
Limassol.
Se caracterizó por una austera pompa a causa de la presencia de
los numerosos Caballeros de la Cruz. La ceremonia religiosa estuvo
a cargo del obispo de Evreux, a quien tanto Simon como Belami cono-
cían a raíz de la visita que habían efectuado a la iglesia de los tem-
planos en Gisors.
El obispo era un místico que a menudo anduvo por los caminos
con el tío Raoul de Simon. Hombre verdaderamente santo, que pres-
taba su apoyo a la nueva Cruzada con una profunda convicción, su pre-
sencia en la boda real resultaba alentadora. Belami no era partidario de
los rituales exóticos y encontró la ceremonia excesivamente larga. Fue
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el resultado normal de la sensación que causaba el sacerdote oficiante,
pues no era habitual que un obispo tuviese a su cargo el servicio reli-
gioso en una boda real. Normalmente, era función de un arzobispo. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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