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Al recibir aquella carta me dispuse a ir a Lúzaro; antes pensaba en esperar a reunir algún dinero para
casarme; ya no vacilé, decidí casarme en seguida. Si Mary quería, por supuesto. Pasaría unos días en
Lúzaro, pondríamos la casa en Burdeos y me iría a navegar.
Firme en mi decisión, escribí a la compañía, pregunté en el puerto si algún barco zarpaba hacia la costa
de España y me metí en un vapor que iba a Bayona.
Recuerdo que hacía un tiempo de agosto pesado, horrible. Los ojos se quemaban contemplando las
playas arenosas, las dunas amarillentas, los estanques rodeados de pinos y la reverberación del mar.
Venía en el barco un indiano vascongado que se embarcó en Buenos Aires en mi barco. En todo el viaje
de América a Europa no se atrevió a hablarme. Debía de ser un hombre muy tímido. Luego, en el vapor
que nos llevaba a Bayona, se acercó a mí y hablamos. Había pasado veinticinco años en las pampas hasta
enriquecerse. No tenía familia y no sabía qué hacer ni en dónde fijar su residencia.
Era todavía un hombre en pleno vigor, grueso, fuerte, de facciones nobles, de pelo gris.
Me dio mucha pena, y al oírle olvidé mis preocupaciones. Aquel hombre era un Hamlet, un Hamlet
campesino, uno de los hombres que me han producido una impresión más triste y desconsoladora.
Este Hamlet indiano me recordó esa canción vasca de un epicureísmo algo grotesco, que dice así:
Muduan ez da guizonic
Nic aña malura dubenic:
Enamoratzia lotzatzenau
Ardo eratia moscortzenau
Pipa fumatzia choratzenau
¡Ay zer consolatucotenau!
(En el mundo no hay hombre de tan mala suerte como yo: el enamorar me avergüenza, el beber vino
me emborracha, el fumar en pipa me marea. ¡Ay! ¿Qué me va a consolar a mí?)
Llegamos este Hamlet y yo a Bayona, y yo tuve la suerte de encontrar un patache de cabotaje que iba
a Lúzaro: el Rafaelito. Salía al amanecer. Llevé mis baúles a la barca, me tendí, apoyado en un rollo de
cuerdas, y esperé impaciente la salida. Tenía esperanzas de que hubiera viento, porque la espuma del mar
resplandecía mucho en la oscuridad.
Antes de amanecer nos pusimos en franquía. No había brisa aún, el mar estaba tranquilo, las estrellas
brillaban con un gran fulgor.
Veía ir y venir a las sombras de los marineros por la cubierta y sentía las pisadas de sus pies desnudos.
Sonaron las tres en el reloj de la catedral de Bayona, y el patrón dio la orden de partir. Había seis hom-
bres, cuatro marineros, el timonel y un grumete.
Salimos llevados por la corriente del Adour, cruzamos por el Boucau, y al rayar el alba, a fuerza de
remos, pasamos la barra.
Los marineros retiraron los remos. Las garruchas de las dos velas comenzaron a chirriar, los anillos cor-
rieron por las cuerdas y una oscura forma se levantó en el aire, encima de mí. No se movía ni una ráfaga
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Las inquietudes de Shanti Andía
Pío Baroja
de viento. La noche estaba tranquila y húmeda. A lo lejos brillaba con intermitencias la luz roja del cabo
Higuer.
De pronto la vela se agiró temblorosa, se distendió como con un latigazo; el barco se inclinó de costado
y comenzó a deslizarse volando. El patrón se colocó en la caña del timón y los marineros se sentaron en
las bordas. El mar se cortaba bajo la proa del barco y cuchicheaba dulcemente. Íbamos dejando una estela
blanca, brillante, a la luz del amanecer.
El sol comenzó a abandonar las olas y a subir en el cielo claro y limpio, ahuyentando la bruma; las velas
se teñían por el rojo sol naciente y se hinchaban cada vez más. El patrón hablaba a sus hombres y les
ordenaba tirar de las cuerdas para recoger las velas de cuando en cuando. El grumetillo cantaba a proa
una canción vascongada. Era una canción al mismo tiempo alegre y melancólica, monótona y llena de
variaciones.
Pasamos por delante de Biarritz, con sus rocas, y comenzamos a avanzar por delante de esa línea de
dunas blancas que forma la costa vascofrancesa hasta llegar al promontorio pizarroso de Socoa. Larrun
apareció cortando el cielo, y más lejos, los montes de España.
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