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Mochuelos conservadores.
En aquel momento dominaban los Mochuelos. El Mochuelo principal era el alcalde,
un hombre delgado, vestido de negro, muy clerical, cacique de formas suaves, que
suavemente iba llevándose todo lo que podía del municipio.
El cacique liberal del partido de los Ratones era don Juan, un tipo bárbaro y
despótico, corpulento y forzudo, con unas manos de gigante; hombre, que cuando
entraba a mandar, trataba al pueblo en conquistador. Este gran Ratón no disimulaba
como el Mochuelo; se quedaba con todo lo que podía, sin tomarse el trabajo de ocultar
decorosamente sus robos.
Alcolea se había acostumbrado a los Mochuelos y a los Ratones, y los consideraba
necesarios. Aquellos bandidos eran los sostenes de la sociedad; se repartían el botín;
tenían unos para otros un tabú especial, como el de los polinesios.
Andrés podía estudiar en Alcolea todas aquellas manifestaciones del árbol de la
vida, y de la vida áspera manchega: la expansión del egoísmo, de la envidia, de la
crueldad, del orgullo.
A veces pensaba que todo esto era necesario; pensaba también que se podía llegar
en la indiferencia intelectualista, hasta disfrutar contemplando estas expansiones,
formas violentas de la vida.
¿Por qué incomodarse, si todo está determinado, si es fatal, si no puede ser de otra
manera?, se preguntaba. ¿No era científicamente un poco absurdo el furor que le entraba
muchas veces al ver las injusticias del pueblo? Por otro lado: ¿no estaba también
determinado, no era fatal el que su cerebro tuviera una irritación que le hiciera protestar
contra aquel estado de cosas violentamente? Andrés discutía muchas veces con su
patrona. Ella no podía comprender que Hurtado afirmase que era mayor delito robar a la
comunidad, al Ayuntamiento, al Estado, que robar a un particular.
Ella decía que no; que defraudar a la comunidad, no podía ser tanto como robar a
una persona. En Alcolea casi todos los ricos defraudaban a la Hacienda, y no se les tenía
por ladrones.
Andrés trataba de convencerla, de que el daño hecho con el robo a la comunidad,
era más grande que el producido contra el bolsillo de un particular; pero la Dorotea no
se convencía.
¡Qué hermosa sería una revolución decía Andrés a su patrona , no una
revolución de oradores y de miserables charlatanes, sino una revolución de verdad!
Mochuelos y Ratones, colgados de los faroles, ya que aquí no hay árboles; y luego lo
almacenado por la moral católica, sacarlo de sus rincones y echarlo a la calle: los
hombres, las mujeres, el dinero, el vino; todo a la calle.
Dorotea se reía de estas ideas de su huésped, que le parecían absurdas.
Como buen epicúreo, Andrés no tenía tendencia alguna por el apostolado.
Los del Centro republicano le habían dicho que diera conferencias acerca de
higiene; pero él estaba convencido de que todo aquello era inútil, completamente estéril.
¿Para qué? Sabía que ninguna de estas cosas había de tener eficacia, y prefería no
ocuparse de ellas.
Cuando le hablaban de política, Andrés decía a los jóvenes republicanos.
No hagan ustedes un partido de protesta. ¿Para qué? Lo menos malo que puede
ser es una colección de retóricos y de charlatanes; lo más malo es que sea otra banda de
Mochuelos o de Ratones.
¡Pero, don Andrés! Algo hay que hacer.
¡Qué van ustedes a hacer! ¡Es imposible! Lo único que pueden ustedes hacer es
marcharse de aquí.
El tiempo en Alcolea le resultaba a Andrés muy largo.
Por la mañana hacía su visita; después volvía a casa y tomaba el baño.
Al atravesar el corralillo se encontraba con la patrona, que dirigía alguna labor de la
casa; la criada solía estar lavando la ropa en una media tinaja, cortada en sentido
longitudinal que parecía una canoa, y la niña correteaba de un lado a otro.
En este corralillo tenían una sarmentera, donde se secaban las gavillas de
sarmientos, y montones de leña de cepas viejas.
Andrés abría la antigua tahona y se bañaba. Después iba a comer.
El otoño todavía parecía verano; era costumbre dormir la siesta.
Estas horas de siesta se le hacían a Hurtado pesadas, horribles.
En su cuarto echaba una estera en el suelo y se tendía sobre ella, a oscuras. Por la
rendija de las ventanas entraba una lámina de luz; en el pueblo dominaba el más
completo silencio; todo estaba aletargado bajo el calor del sol; algunos moscones
rezongaban en los cristales; la tarde bochornosa, era interminable.
Cuando pasaba la fuerza del día, Andrés salía al patio y se sentaba a la sombra del
emparrado a leer.
El ama, su madre y la criada cosían cerca del pozo; la niña hacía encaje de bolillos
con hilos y unos alfileres clavados sobre una almohada; al anochecer regaban los tiestos
de claveles, de geranios y de albahacas.
Muchas veces venían vendedores y vendedoras ambulantes a ofrecer frutas,
hortalizas o caza.
¡Ave María Purísima! decían al entrar. Dorotea veía lo que traían.
¿Le gusta a usted esto, don Andrés? le preguntaba Dorotea a Hurtado.
Sí, pero por mí no se preocupe usted contestaba él.
Al anochecer volvía el patrón.
Estaba empleado en unas bodegas, y concluía a aquella hora el trabajo.
Pepinito era un hombre petulante; sin saber nada, tenía la pedantería de un
catedrático. Cuando explicaba algo bajaba los párpados, con un aire de suficiencia tal,
que a Andrés le daban ganas de extrangularle.
Pepinito trataba muy mal a su mujer y a su hija; constantemente las llamaba
estúpidas, borricas, torpes; tenía el convencimiento de que él era el único que hacía bien
las cosas.
¡Que este bestia tenga una mujer tan guapa y tan simpática, es verdaderamente
desagradable! pensaba Andrés.
Entre las manías de Pepinito estaba la de pasar por tremendo.
Le gustaba contar historias de riñas y de muertes. Cualquiera al oírle hubiese creído
que se estaban matando continuamente en Alcolea; contaba un crimen ocurrido hacía
cinco años en el pueblo, y le daba tales variaciones y lo explicaba de tan distintas
maneras, que el crimen se desdoblaba y se multiplicaba.
Pepinito era del Tomelloso, y todo lo refería a su pueblo. El Tomelloso, según él,
era la antítesis de Alcolea; Alcolea era lo vulgar, el Tomelloso lo extraordinario; que se
hablase de lo que se hablase, Pepinito le decía a Andrés:
Debía usted ir al Tomelloso.
Allí no hay ni un árbol.
Ni aquí tampoco le contestaba Andrés, riendo.
Sí. Aquí algunos replicaba Pepinito . Allí todo el pueblo está agujereado por
las cuevas para el vino, y no crea usted que son modernas, no, sino antiguas. Allí ve
usted tinajones grandes metidos en el suelo. Allí todo el vino que se hace es natural;
malo muchas veces, porque no saben prepararlo, pero natural.
¿Y aquí? Aquí ya emplean la química decía Pepinito, para quien Alcolea era
un pueblo degenerado por la civilización ; tartratos, campeche, fuchsina, demonios le
echan éstos al vino.
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